Gregorio Fernández (1576, Sarria (Lugo) - 22 de enero de 1636, Valladolid ), fue un escultor español del Barroco, máximo exponente de la escuela castellana de escultura. Heredero de la expresividad de Alonso Berruguete y Juan de Juni, supo reunir a estas influencias el refinamiento de Pompeyo Leoni y Juan de Arfe. De origen gallego, se instaló en Valladolid atraído por la Corte entre 1601 y 1606. Tuvo un gran taller con varios aprendices y colaboradores. Era muy conocido por todo el norte en España, incluso en regiones más alejadas como Extremadura, Galicia, Asturias y el País Vasco. Allí desarrolló un taller con numerosos seguidores.
Su realismo, un tanto recio, pero no vulgar ni morboso, se aprecia en la honda expresión de los rostros, en la forma de destacar las partes más significativas y en los elementos que añade para aumentar la sensación de autenticidad. Utiliza en ocasiones ojos de cristal, uñas y dientes de marfil, coágulos de sangre simulados con corcho, o gotas de sudor y lágrimas de resina. Sin embargo, se muestra refinado en el tratamiento anatómico, en la sencillez de sus composiciones y en la contención de los gestos. Es muy característica su forma esquemática de tratar el drapeado de las vestiduras, con pliegues rígidos, puntiagudos y acartonados.
RETABLO DEL NACIMIENTO o DE LA ADORACIÓN DE LOS PASTORES
1614 - Madera policromada - Arte Barroco. Escuela Castellana
Monasterio de las Huelgas Reales, Valladolid
Isabel de Mendoza fundó una pequeña capilla en el coro bajo de la clausura disponiendo ser enterrada en ella. En 1614 encargó el retablo al maestro Gregorio, al que paradójicamente solicitó el tema del Nacimiento para presidir una capilla de sentido funerario.
Lo primero que llama la atención del retablo es su aspecto preciosista, enmarcado por cuatro pilastras y coronado por un arco de medio punto, con decoración de bolas en los remates laterales.
Este altorrelieve es una esmerada obra personal de Gregorio Fernández. La composición sigue las leyes de la simetría, con las figuras ordenadas en torno a la imagen central del Niño Jesús arropado por un ángel. La Virgen y San José se colocan a la derecha y los pastores a la izquierda, dejando un hueco entre ellos para colocar las cabezas de la mula y el buey. En segundo plano se recrea el establo a través de un edificio clásico en ruinas y un cobertizo rústico, reservando el fondo para una escena pintada en la que aparece el Anuncio a los Pastores. En la parte superior se abre una gloria en la que parejas de querubines muestran el regocijo del momento. Dos de ellos son figuras exentas, respondiendo a una articulación de los volúmenes característica en Fernández, que en los relieves pasa de un primer plano prácticamente en bulto redondo a un fondo plano pintado, con escasa incidencia volumétrica en los planos intermedios
Un pastor colocado en primer plano, acompañado de un zagal, hace el ofrecimiento de un cordero como prefiguración del futuro sacrificio del recién nacido. Aparece arrodillado de perfil portando un barril, calzando polainas y vestido con un sobrepelliz elaborado con piel de oveja que deja asomar minuciosos mechones en los ribetes. Su cuerpo establece una curvatura que protege la figura del infante y que encuentra su contrapunto en la figura de la Virgen, aquí representada como una joven doncella de cabellos rubios y vestida con el juego tradicional de túnica, manto y toca, donde se aprecia el peculiar trabajo de pliegues del escultor, con quebrados de aspecto metálico.
Un bello ángel en actitud de adoración se coloca junto a la cuna de mimbre,
ratificando con su presencia el reconocimiento del Niño Dios,
representado como un recién nacido inquieto y juguetón.
Pero hay dos figuras de especial interés y que son una genial creación del escultor. Se trata de la figura de San José, en el que crea una iconografía que a partir de este momento repetirá invariable, muy diferente al que tallara un año antes para el retablo de la iglesia de este mismo convento. Su aspecto sugiere un campesino castellano, vestido con una túnica que llega algo más abajo de las rodillas y una capa con un gran cuello, con el cabello muy recortado y mechones sobre una frente con grandes entradas.
Otra genial creación es el pastor que toca una gaita gallega, una posible evocación nostálgica de su tierra. En un gesto lleno de naturalismo aprieta la gaita mientras pulsa sobre los agujeros y gira la cabeza para contemplar la reacción del Niño al escuchar la música. Su cabeza se cubre con una capucha de la que surgen ensortijados mechones y su rostro luce una poblada barba.
Todo el conjunto adquiere un aspecto suntuoso por los efectos de una policromía preciosista que recubre la totalidad del relieve y cuyos esgrafiados liberan el brillo del oro. Se pone con esta obra un colofón al componente manierista que caracteriza su primera época, pues a partir de este retablo su producción se va a orientar a la búsqueda obsesiva de un naturalismo clasicista, hecho que afectará tanto a la talla como a los colores de su acabado.
Gracias a J.M.Travieso por su presentación
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