miércoles, 20 de febrero de 2013

Gil de Siloé ( VII ) - sepulcro del infante Alfonso - gótico, escultura





Rey Juan II de Castilla

Se ha dicho que Juan II jamás había pensado que en su posible capilla funeraria le acompañara su hijo Alfonso. De hecho, ni siquiera era seguro que en su sepulcro había de hacerlo Isabel de Portugal, su segunda esposa, porque la línea dinástica legítima hubiera dado preferencia a su primera esposa, de la que nació el heredero natural, Enrique IV. Pero el descontento de una parte de la nobleza hacia el gobierno de este último, así como las críticas por las dudas —ciertas o malintencionadas— sobre su capacidad de engendrar, determinaron una oposición que en algunas ocasiones fue armada. En todo ello se involucró a quien no era sino un adolescente, su hermanastro Alfonso. Se le puso al frente de la insurrección y se le llegó a llamar rey Alfonso XII. Había nacido en Tordesillas en noviembre de 1453. Los sucesos mencionados comenzaron cuando tenía 13 años, y antes de que cumpliera los 15, en julio de 1468, falleció de una enfermedad —no envenenado como sugirió alguien—. Su cuerpo fue depositado en San Francisco de Arévalo donde permaneció hasta 1492, cuando su hermana, y ya por aquel entonces reina, Isabel, que estaba a su lado cuando falleció en Cardeñosa, cerca de Ávila, ordenó que su cuerpo se trasladara a la Cartuja de Miraflores donde le había procurado la sepultura a la que nos hemos de referir. 




La Cartuja de Miraflores es un conjunto monástico edificado en una loma a unos tres kilómetros del centro de la ciudad española de Burgos. Fue fundada en 1441 por el rey Juan II de Castilla, gracias a la donación que el propio monarca realizó de un palacio de caza a la Orden cartuja, donde se instalaron hasta que un incendio producido en 1452 provocó la destrucción del palacio. En 1453 se decidió construir un nuevo edificio, el existente en la actualidad, y pasó a llamarse Cartuja de Santa María de Miraflores. Las obras fueron encargadas a Juan de Colonia, comenzando en 1454, siendo continuadas a su muerte por su hijo, Simón de Colonia. Las obras se completaron en 1484 a instancias de la reina Isabel la Católica, hija de Juan II.


¡ Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido !

Fray Luis de León, Vida retirada


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Retrato de Isabel la Católica, atribuido a Juan de Flandes

Cuando la ya reina Isabel la Católica decidió intervenir en Miraflores, no sólo atendió al sepulcro de sus padres, 
sino que incluyó el de su hermano el infante Alfonso.

Consta que en 1486 se debió de producir el encuentro entre Isabel y el por entonces considerado como escultor más importante residente en Burgos, Gil de Siloé, maestro Gil, como suele aparecer en la documentación. Nada se sabe de su origen, aunque suele suponerse flamenco. Su formación, como la de otros que trabajaban en Burgos, era nórdica. Es indudable que poseía un oficio extraordinario, pues trabajaba indistintamente materiales como la madera y el alabastro, alcanzando mayor virtuosismo con el segundo. Pese a las fechas tardías en las que actúa, que seguramente sobrepasaran el 1500, se mantuvo impermeable a cualquier contacto o recepción de lo italiano, por lo que representaba como nadie el arte de fines de la Edad Media que algunos califican de renacimiento nórdico. La envergadura y el amplio número de obras encargadas a Siloé en un tiempo relativamente corto, que no superó los veinticinco años, así como el nivel de calidad altísimo que mantuvo en la mayoría de las ocasiones, indican la existencia de un taller disciplinado que había asumido perfectamente su manera de hacer. Esta minuciosidad no sólo alcanza a lo escultórico, sino que se extiende a la realización de la carpintería. Mientras contrató solo las obras en alabastro, en los retablos de madera policromada lo hizo junto con Diego de la Cruz, pintor excelente y policromador extraordinario.

Las cuentas del monasterio hablan de que se emplearon 158.252 maravedises en el alabastro, materia única con la que se llevó a cabo la obra. Se trajo de Cogolludo, en Guadalajara, y lugares limítrofes. Sabemos que los sepulcros se comenzaron en 1489 y se concluyeron en 1493. Para transportar el material se emplearon aproximadamente un centenar de carretas de bueyes. La cancillería real emitió un documento con fecha del 25 de mayo de 1489  por el que se exigía que la comitiva no pagara portazgo ni cargo alguno por los lugares por donde pasara, así como que se permitiera pastar a los bueyes y aún se dejara cortar madera para arreglar los desperfectos que algunos carros pudieran sufrir. El alabastro no mantiene siempre en la veta el color claro que encontramos, por ejemplo, en las canteras de Beuda, en Girona, sino que incluye el color. Aunque a veces produce efectos traslúcidos de notable belleza, entiendo que obedecen a defectos del material aprovechados por el artífice. El precio del trabajo se elevó hasta 442.667 maravedises, es decir a casi las tres cuartas partes del total.


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Gil de Siloé

Gil de Siloé ( c.1445, Amberes? - c. 1505, Burgos )  Contaba con un prestigioso y activo taller en la ciudad de Burgos, representa la cumbre alcanzada por la escultura hispánica a finales del siglo XV, un maestro que se coloca a la cabeza de la escultura europea del último gótico, en el ámbito relacionado con el estilo flamenco. Se conocen pocos datos biográficos de este maestro anteriores a su establecimiento en Burgos, ciudad a la que llegó, como otros muchos artistas procedentes del norte de Europa, durante el reinado de Isabel I (1474-1504), todos ellos atraídos por el mecenazgo de reyes y nobles que tanto favorecieron la actividad y la creación, siendo numerosos los arquitectos, escultores y pintores que llegaron a buscar trabajo en España, especialmente flamencos, por los que la reina Isabel sentía una especial predilección. 

Es posible que Gil de Siloé procediera de Amberes, pues en alguna ocasión se le cita como Gil de Amberes. Lo cierto es que en torno a 1480 llega a Burgos plenamente formado y allí, en su taller situado en la calle de la Calera despliega una obra equiparable a la que hacen los mejores escultores germanos de su tiempo, con la peculiaridad de asumir plenamente el gusto español, tanto en la proliferación ornamental de sus obras, siempre exuberantes, como en el dramatismo de las figuras sacras, a las que dota de voluptuosidad supeditando la pureza de los volúmenes a la fastuosidad y la elegancia, de modo que todas sus obras siempre aparecen exuberantes en todos sus detalles, ya se trate de sepulcros o retablos o estén trabajados en madera o alabastro.



El sepulcro del infante Alfonso




El lugar más importante de la iglesia lo había ocupado el sepulcro de los padres, de modo que el del infante se colocó en el presbiterio, en el lado del Evangelio, que es el segundo lugar en importancia. Se trata del clásico sepulcro adosado al muro, de manera que el sarcófago aparece embutido en un nicho con un frente donde de modo habitual se concentra parte de la escultura, incluida la heráldica. Por lo común, la cama recibe la escultura del yacente, quien mira o tiene la cabeza orientada al altar mayor, esto es, hacia la salida del sol. Comprobamos que en esto no se siguió el sistema acostumbrado, sino que el yacente se sustituyó por una figura orante arrodillada ante un rico reclinatorio. Todo el hueco se adorna con un cairelado extraordinario, jamás superado en el arte hispano.




Pero no es de alabar únicamente la precisión, riqueza y vigor con el que se labró, aunque esto sólo bastaría. Por desgracia, diversos destrozos y seguramente robos, han ido haciendo desaparecer todo el cairelado de la derecha y buena parte del de la izquierda. Si se hubiera conservado, quizá semejara a una celosía que dejara en una cierta penumbra el fondo, de donde emergería tanto la figura arrodillada del infante como el reclinatorio donde se ha depositado el libro en el que ora. Esta manera de jugar con la luz quizá aproxime este sepulcro a otros, pero en ninguno se ha logrado con tal maestría un juego de luces como éste capaz de crear una penumbra poética. La superficie limitada entre el arco escarzano y el conopial se cubre con una profusa ornamentación. En su parte media superior acoge a uno de los grupos más espléndidos trabajados por Siloé, un San Miguel guerrero luchando victoriosamente contra el dragón diabólico, por encima del cual asoma una figura tricéfala.

El sepulcro se enmarca en una especie de pilastras que nacen del suelo y se prolongan en altura más allá de los arcos escarzano y conopial, para concluir como peana de una Anunciación. A esa altura nace otro arco que se acerca al medio punto algo rebajado. Por otra parte, el conopio continúa en su zona superior convertido en una suerte de pilar que asimismo sirve de pedestal al ramo de flores propio de la Anunciación. Todo lo que supera la altura del arco escarzano singulariza al sepulcro y seguramente habla de una escuela escultórico-arquitectónica burgalesa de la que es muy probable que sus principales responsables fueran Gil de Siloé y Simón de Colonia. 





Quizá la parte más espectacular, importante y que plantea diversos problemas no siempre convenientemente resueltos, es la del retrato arrodillado del infante y su entorno inmediato Ante todo, es una imagen en la que destacan la cabeza y las manos, únicas partes visibles de un cuerpo que se distingue mal, pues predomina en él la superficie cubierta con las telas ricas con las que se viste además del sombrero que le cuelga sobre la espalda.




La cabeza posee unas facciones que sugieren el retrato veraz del infante, aunque no sea el caso, pese a que se ha dicho en repetidas ocasiones que en su rostro se aprecian algunos de los rasgos de su hermana, la reina Isabel. Lo cierto, además, es que sugiere una edad superior a la que tenía el infante en el momento de su muerte. Desde luego, el peso de los brocados obliga a un esfuerzo de trabajo muy plástico, pero impide intuir cómo es el cuerpo que hay debajo. Asimismo, es muy rico el curioso sombrero que le cuelga sobre la espalda y que se repite en el reclinatorio. 




La capacidad de obtener texturas diversas se pone de manifiesto contrastando las de las vestiduras y sombreros con las de las carnaciones del rostro o con la suavidad de las manos cubiertas con finos guantes. Es difícil explicar por qué en un sepulcro se representa al difunto arrodillado y orando, es decir, vivo. Por otro lado, es una posición apenas vista en los monumentos funerarios. 




El reclinatorio que se encuentra ante el infante Alfonso se cubre con una tela de rica de textura, similar a la del vestido, sobre la que se ha colocado un almohadón en el que descansa un códice abierto, sin duda un libro de oraciones, unas Horas, Salterio o Breviario. El conjunto lo constituye un bloque único. La tela, aún con su peso, no cae verticalmente, sino que parece que se inclina de una manera contraria a lo que sería normal. Además del libro, sobre el reclinatorio aparece un segundo gorro, muy similar al que lleva el infante a la espalda, así como una mano con el puño del antebrazo de una persona que parece tocar el libro. ¿Podemos deducir qué significa esta mano? En algunas ocasiones, junto a la figura principal, aparece un paje que porta las armas, la heráldica y algún otro objeto perteneciente al primero, aunque suele encontrarse a los pies. Quizás el Maestro Gil intentó colocar un personaje de esta índole en un lugar desusado, pero el experimento no se concluyó porque no convenció a nadie. O quizás la explicación es otra y no se ha descubierto. 




Todavía es necesario destacar la moldura vertical paralela situada a ambos extremos de los mencionados pilares o pilastras. Como ocurría en el sepulcro de los reyes, el escultor desea realizar un alarde de virtuosismo en su trabajo vaciando el fondo en vez de acoplar dos piezas que facilitarían los resultados y evitarían además que pudiera quebrarse el frágil alabastro. En cuanto a la calidad del sepulcro es bastante homogénea, como no se aprecia en el de los reyes. 





De mayor interés son los dos grupos que aparecen en el gablete: el rostro trifonte y el San Miguel luchador. El rostro tiene a estas alturas una vida muy larga. Uno de sus significados es el trinitario. En el mundo cristiano la representación de la Trinidad y sus dificultades visuales hace que se ensayen diversas fórmulas, siendo esta una de las posibles durante un período de tiempo no demasiado amplio. ¿Cómo debemos entender la imagen tricéfala de Miraflores? Se ha sugerido que se trata de un modelo trinitario, y se entiende que debe ser así. Aunque engañan las desagradables facciones de cada rostro, no es la única vez que otros personajes sagrados, o el mismo Yahvé, se representan de manera poco digna. Con frecuencia en los testamentos de entonces se inician las invocaciones nombrando por este orden primero a la Trinidad, luego a María y en tercer lugar a San Miguel. Precisamente la figura de éste alcanza un gran protagonismo. Aparece vestido como un guerrero tardomedieval con armadura, con un pie sobre el cuello del dragón diabólico y empuñando con brío una espada. Ningún personaje sagrado más pertinente para ocupar este lugar, porque la mayor parte de su actividad tiene que ver con el diablo y la salvación de los hombres. Sabemos que es el que transporta las almas al cielo, el que pesa siempre las acciones morales, si bien ésto lo hará sólo el día del Juicio Final. Acompaña al hombre en la hora de la muerte y se enfrenta al diablo que pretende hacerse con las almas en ese instante de paso.




La esencia del programa funerario se inicia con la Anunciación superior, continúa en el gablete o superficie entre los arcos escarzano y conopial, donde se ven el rostro tricéfalo y san Miguel venciendo al dragón demoníaco, completándose el conjunto con las imágenes que abarrotan los diversos niveles de las pilastras periféricas antes mencionadas. La Anunciación es tema de intensa vida en el cristianismo. Con él acostumbran a comenzar las Horas de la Virgen en los omnipresentes Libros de Horas de entonces, igual que, con frecuencia, los retablos dedicados a la Virgen, cuando no los que se ocupan de la infancia de Cristo. El anuncio del Ángel es la señal del cumplimiento de las esperanzas mesiánicas y de la redención de la humanidad. Su sentido salvador es claro. Por eso se encuentran de modo habitual en los sepulcros a partir del siglo XIII. En medio se encuentra el tal vez desmesurado vaso con las flores que proclaman la pureza de la saludada.




Las largas pilastras que limitan lateralmente el sepulcro están muy decoradas, como todo, pero además se dividen en tres zonas donde hay repisas o pedestales para parejas de figuras. Once de ellas son apóstoles y se completan con Juan Bautista. En cada pedestal hay dos y se ordenan de la siguiente manera, comenzando por la derecha y de abajo a arriba: el primero es Tomás, espléndida figura con antiparras, entonces ya bastante difundidas y con las que suele dotarse a quien ejerce un trabajo intelectual. Lleva un gorro sencillo de época y le faltan las manos, lo que no impide que se distinga la escuadra que porta como atributo. Por ello se ha dicho que podría tratarse de un autorretrato. Sin que se desestime esta posibilidad, no es segura porque sus rasgos pertenecen al repertorio usual de Siloe. A su lado se encuentra Judas Tadeo, más convencional.

En el segundo nivel se distinguen las figuras de Mateo y Felipe. El primero porta una alabarda y sostiene un libro. Tampoco le falta el libro a Felipe, que además lleva una cruz, mientras de su cintura cuelgan una bolsa, un rosario y un cuchillo. Por fin, en el lado superior, aparecen San Juan Bautista y San Juan Evangelista. Esto hace, por una parte, que el apostolado quede incompleto y, por otra, se promueve la conocida devoción de la reina por ambos Juanes, a quienes se empareja como intercesores ante el trono divino. Conservan más policromía que cualquier otra figura y dan la impresión de obedecer a reglas estilísticas distintas. Por ello se ha afirmado, sin argumentos sólidos, que son obras primerizas de Felipe Bigarny, anteriores a su trabajo en el trasaltar de la catedral de Burgos. En realidad, no hay documentación al respeto, los tipos de figuras no se asemejan a los propios del artista en ningún momento de su larga carrera y, sobre todo, se distancian de los de su primera época cuando la influencia borgoñona, como es natural, es más intensa. 





En la parte baja del otro lado se encuentran algunas de las esculturas de más calidad, como el excelente Andrés, de venerable y vigorosa cabeza, calvo, sosteniendo el libro y la cruz. Contrasta con el melancólico Bartolomé de rasgos suaves y larga y rizada barba, también con un libro y en actitud de aprisionar al diablo que está a sus pies. En la zona media se encuentran los dos Santiagos. El Mayor responde a su iconografía tradicional de peregrino, abundando las conchas sobre sus vestiduras. El menos relevante Santiago Alfeo es otra gran imagen de dulce expresión. Finalmente, ocupan la zona superior los santos Pedro y Pablo, figuras que también conservan restos de policromía y cuyas formas son diferentes a las del resto. 




El frente del sarcófago lo ocupa la heráldica, que centra el conjunto 
el escudo heráldico de Castilla y León sostenida por dos ángeles.




A la derecha de la heráldica hay una figura de un guerrero con armadura, alabarda, espada y escudo, acompañado de varios putti. Es posible que su diseño se deba a Gil de Siloé pero que allí trabajara su taller, sin alcanzar la finura del resto, algo lógico porque tampoco el material es el mismo. En cuanto a la fealdad de putti y ángeles, sobre todo de los primeros, no merece que se destaque, porque es algo que encontramos en los putti de otras partes de la Cartuja y es común entonces que la representación de niños desnudos presente deficiencias. 




Guerrero en la parte izquierda - Un análisis de la presencia humana, animal y vegetal en cada una de las zonas ornamentales,  proporcionaría un corpus de temas muy interesante, al tiempo que daría idea de la gran calidad de los desconocidos oficiales que trabajaban para Siloé. Lo más destacado de todo fue el cairelado del arco, que en su estado primero debía proporcionar esa penumbra mencionada de la que surgiría la monumental figura del infante orando ante un ornado reclinatorio.




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